miércoles, 14 de enero de 2015

LOTUS (Esencia de California)

“Un largo camino a recorrer”

Esta es mi historia, pero podría ser la de cualquier otro, que como yo, confundió lo que es ser un maestro espiritual que tiende puentes para que otros puedan cruzarlos, a creerse el puente por el que otros han de pasar con su beneplácito. No estoy orgullosa de la persona que fui, pero si me siento muy orgullosa de la persona en la cual me he convertido, y todo gracias a unas grandes maestras que encontré por el camino, hermosas en su perfecta sencillez y sabías en su humildad, ellas me trasmitieron, desde su no hacer nada, toda la energía equilibradora que necesitaba en aquellos momentos en los que mi espiritualidad había perdido el norte y amenazaba con arrastrar tras de sí la de otros que habían confiado en mí. Con ellas aprendí que un maestro espiritual no es aquel que más sabe, sino aquel que sabe compartir su propio aprendizaje sin imponer para nada su camino. Que no hay maestros ni discípulos, sino seres humanos compartiendo un mismo sendero y dándose las manos, los unos a los otros, cuando éste se torna demasiado dificultoso. A través de ellas comprendí, que el mayor obstáculo en el camino de la espiritualidad no es la incomprensión de los que te rodean, sino el orgullo espiritual que acecha en cualquier recodo del recorrido. Pero precisamente, y gracias a todas esas piedras que te vas encontrando en él, es como tu espíritu crece, tu alma se encuentra a sí misma, y tu corazón se hace tan grande que puedes dar cabida incondicionalmente a todos y a todo cuanto te rodea. Lo importante no es caer, sino la forma en la cual tú intentas levantarte y lo consigues. Como decía un maestro muy grande que compartió parte de su recorrido conmigo: “El que tropieza y no cae adelante camino, y si has caído, analiza los daños, cúrate y sigue caminando”.

Mis maestras aparecieron por pura casualidad, como dirían algunos, aunque yo tengo muy claro que fue la causalidad, y las causas se daban en aquel momento, además, ya sabemos que el maestro aparece cuando el discípulo está preparado, y nunca mayor aseveración fue real. Ellas estaban allí cuando más las necesité, cuando mi globo espiritual había ascendido tanto que precisaba con urgencia descender a la tierra, retomar mi parte humana y contactar de nuevo con la compasión. Había ignorado ese lado oscuro que todos tenemos, y que solo dándole luz podemos aceptar e integrar, para ponerlo a nuestro servicio y trascenderlo.

Si en alguna parte de este relato te encuentras identificado, no asumas a pies juntillas todo lo que estás leyendo, me harás muy feliz si lo pones en tela de juicio, porque esa es la manera en la que analizarás las propias circunstancias que hacen que nuestras historias se asemejen y  poder llevar a cabo los reajustes necesarios en la tuya. Mi historia es mi historia con mis particularidades y sus matices, la tuya es la tuya, con las suyas propias. Lo que yo siento no tiene porque ser lo que sientas tú, pero lo que si puedo asegurarte es que las pequeñas maestras que me ayudaron a comprender muchas cosas, también pueden servirte a ti de ayuda. Así fue como todo comenzó…

Mi vida había transcurrido sin grandes altibajos, era feliz con ella, pero una pequeña parte de mí pugnaba por salir, no sabía que era aquello, pero sí que algo faltaba para que todo fuera completo. Mis creencias nunca habían estado bien definidas, la religión que procesaba era más como una imposición social  que una convicción. Lo que tenia muy claro era que había algo muy poderoso más allá de lo tangible, y que no era para nada el ojo que juzga y sentencia que me habían hecho creer de pequeña. Ese “Algo” era amoroso y comprensivo, y la vida no tenía sentido sin tan solo era la pequeña porción de tiempo al cual estábamos destinados.

La espiritualidad llegó a mí de golpe, a través de algunas personas de mi entorno a las cuales les tenía un gran amor y respeto, y no me cuestioné nada, entré de lleno, como si todo lo que me llegaba ya formara parte de mí antes de saberlo. Eso sigo afirmándolo hoy, somos seres espirituales vivenciando experiencias terrenales, por lo tanto, en nuestra alma están profundamente gravadas todas las enseñanzas que en cada encarnación vamos descubriendo y asimilando. No es tanto lo que aprendemos, sino lo que recordamos, cada vez que llega a nuestras vidas una información nueva. Como os decía, entré tan de lleno en temas espirituales que el resto de mi humanidad se quedó en parte relegado. No quiero decir con eso que abandoné mi forma de vivir, mi familia o mi trabajo, sino que para mí ciertas cosas dejaron de tener relevancia para dársela a otras que me llenaban por completo. Cada día era más enriquecedor que el anterior, me había convertido en una esponja que todo lo absorbía. Libros, seminarios, cursos, conferencias, maestros. Me sentía tan identificada con aquella corriente de pensamientos que me volqué totalmente en ella. Mirando hacia atrás me doy cuenta de que mi despertar espiritual estuvo lleno de riqueza y de personas maravillosas que aportaron a mi vida mucha sabiduría, y que no cambiaría nada de todo lo que aprendí, porque la única responsable de que toda aquella fertilidad acabara convirtiéndose en orgullo y soberbia fui yo misma.

La meditación se convirtió en el eje de mi vida, todo lo que ocurría en ella debía pasar antes por su filtro. Comencé a desmenuzar las cosas cotidianas que me sucedían, una y otra vez, hasta averiguar y comprender la enseñanza que llevaban implícitas, olvidándome de disfrutar la vida, que ahora tengo muy claro, que es aquello para lo cual vinimos. No digo que el analizar los sucesos relevantes que nos suceden o aquellos que nos llaman la atención no deba hacerse, nada más lejos de la realidad, solo digo que no hay que obsesionarse con todas y cada una de las cosas que nos suceden, hay algunas que pasan porque sí y no tienen ninguna enseñanza relevante, sino la de darnos cuenta de lo afortunados que somos por estar en el aquí y el ahora, que ya es mucho. Tampoco quiero decir que la meditación se algo cuestionable, pero creo, desde el conocimiento que he adquirido, que aún sin negar los beneficios que comporta, no es necesario vivir en entera meditación contemplativa, ya que no estamos en los tiempos en los que había que convertirse en ascetas o místicos y retirarse a un monasterio para experimentar la espiritualidad. Ahora estamos en una época totalmente distinta, donde la vida sucede a un ritmo frenético y en la que no podemos aislarnos de los demás, sino que es necesario compartir la vida diaria, y extraer de la cotidianidad de todas las cosas que realizamos, la enseñanza espiritual que hay implícita.

Con el tiempo he llegado a comprender que se puede meditar fregando platos, arreglando el jardín, cocinando, leyendo un cuento a tus hijos, paseando, trabajando, comiendo… siempre y cuando lo que realices, lo efectúes siendo consciente de lo que estás haciendo. No es lo mismo comerse una manzana mientras ojeas el periódico, que comerte esa misma manzana siendo consciente de todo el proceso que ha sido necesario hasta llegar a tus manos, de la energía que te está proporcionando sin pedir nada a cambio, de que ha sido creada exclusivamente para ofrecer un servicio a tu cuerpo, entonces es cuando le dedicas tu atención, la comes con respeto y la saboreas ¡Ahí hay meditación! No es lo mismo trabajar porque es un mal necesario que te ves obligado a hacer para poder vivir, a cuando das lo mejor de ti mismo en cada tarea que realizas, con amabilidad y cortesía hacia las personas que se relacionan contigo en esa labor, sabiendo que todo lo que haces, desde poner un sello, a limpiar los baños o dirigir una empresa tiene relevancia en el entorno y deja una huella indestructible en nuestra vida y en la de los demás. En aquellos momentos cruciales de mi existencia yo perdí de vista todo lo que ahora os he expuesto.

Después de asistir a muchos cursos espirituales donde las enseñanzas de algunos maestros marcaron mi apertura espiritual, y tras recibir las iniciaciones necesarias que me confirmaban, a mí también, como a una maestra, fui yo la que me dedique a impartir esos mismos cursos y a llevar las enseñanzas recibidas a otros lugares y a otras personas. Al principio mi ego espiritual no se vio afectado, tenía muy claro que no estaba por encima de nadie, sabía que tan solo compartía la sabiduría que a mí me había llegado con aquellos que no habían sido tan afortunados, y ellos, a su vez, compartían conmigo sus propias experiencias. Fue una época muy enriquecedora para todos, ya que la información no dejaba de fluir desde y hacia todos lados. Pero pasado un tiempo, me sucedió lo que a otros maestros les ha sucedido antes que a mí, hizo su aparición el orgullo espiritual, el propio ego inflamado. Ocurrió sin darme cuenta, o si me di, miré hacia otro lado porque aquello me hacia sentir realizada. El creerme superior a los discípulos que acudían a mí y que me trataban con tanta admiración, hizo que me fuera imprescindible pasar sin su adulación. Cualquier cosa que yo explicara  o enseñara era absorbido por ellos con adoración, mi verdad no se ponía en duda o se cuestionaba. Entonces comencé a caer en la imposición de mis doctrinas. Lo que yo había experimentado, y la cosas que a mí me habían servido, debían ser las que los demás tomaran como ejemplo. Si no hacían las cosas de la manera que yo dictaba, no tenían validez, estaban perdiendo el tiempo, y lo que era peor, hacían que yo perdiera el mío. Por lo que me volví muy estricta con las personas que acudían a mis cursos, antes tenían que pasar por un filtro, sino no lo pasaban no eran admitidas. Curiosamente aquello acrecentó el número de personas que querían acceder a ellos. Parece como si los humanos solo valoráramos las cosas, que para conseguirlas, nos cuesten un gran esfuerzo, cuando en realidad es todo lo contrario, cuando la inteligencia de la vida te pone trabas, tal vez sea porque aquello no tiene nada que ver contigo.

Cuando alguien en mis cursos se atrevía a refutar alguna de mis afirmaciones, sobre él caía todo el peso de mi superioridad espiritual, lo machacaba tanto con mi agresividad verbal que al final acababa por aflorarle un sentimiento de inaptitud y culpabilidad tan grande, que ya no se atrevía a decir nada más. Y también eso, curiosamente, los trasformaba en acérrimos seguidores de mis enseñanzas. Había anulado tanto su voluntad y facultad para razonar, que se convertían en los chivos expiatorios de mis malos humores y arrogancia al tratarlos con el desprecio del que se cree superior. Cuando asomaba en mi aquella parte oscura que me negaba, que cada vez ocurría con más asiduidad, en lugar de intentar averiguar para que sucedía y aceptar que algo en mi no funcionaba como era debido, lo justificaba alegando que yo estaba sirviendo de reflejo para que la otra persona pudiera trabajarse su parte oscura y sus sentimientos, cuando en realidad era yo la que tendría que haber recogido toda aquella información y haber trabajado sobre mi propia rabia, odio, envidia, celos, miedos…Yo, en mi magnificencia era perfecta, mi grandeza espiritual estaba por encima de todas aquella emociones, había alcanzado el nirvana y mi sabiduría no podía ser objeto de cuestionamiento. A la vez tenía la fuerte convicción de que ninguno de aquellos discípulos podría conseguir el nivel de espiritualidad que yo había alcanzado. Pobre de mí, que había olvidado con aquellos sueños de grandeza que la corona de la luz solo podía ser llevada a través de la humildad del ego y cuando el orgullo espiritual ha dejado paso tan solo al Ser.

Me había distanciado tanto del verdadero camino espiritual que algo en mi interior comenzó a resquebrajarse. Mi verdadero Yo Superior  pugnaba por abrirse paso en medio de aquel festín de orgullo, soberbia,  fanatización e idealismo que me habían hecho perder de vista la realidad. Mi alma se replegaba y mi corazón lloraba lágrimas de tristeza. No solamente había tropezado, sino que me había caído en el mayor socavón que había en mi camino hacía la verdadera espiritualidad, aquella que estaba basada en el amor incondicional, en el respeto mutuo, en la tolerancia hacia las diferentes corrientes de pensamiento. Me había olvidado completamente de la máxima que regía mis primeros pasos en la espiritualidad: “La verdad es un prisma con muchas caras, el que yo tenga razón no quiere decir, necesariamente, que tu estés equivocado”.  En aquel momento la única que estaba en posesión de la verdad era yo, y mis razonamientos, indiscutibles y  correctos.

Fue en aquel momento, cuando algo en mi interior comenzó a desasosegarse y a provocarme intranquilidad e insomnio, cuando mi alma encontró un resquicio de luz, muy efímero, pero real. A pesar de que no me sentía feliz y completa miraba hacía otra dirección, era muy duro dirigir la mirada a mi interior, eso podía hacer tambalearse los cimientos en los que había basado mi desarrollo espiritual. Pero una vocecita muy débil intentaba llegar hasta mi corazón. Como que aquellos susurros no fueron convincentes, mi cuerpo comenzó a somatizar, en forma de enfermedad, la energía de aquellos sentimientos, y no tuve más remedio que escuchar los gritos, con los que por fin, se hizo oír por mi alma. Mi enfermedad me forzó a un retiro obligatorio, fue entonces cuando el discípulo, que era yo, estuvo preparado para recibir a su maestro.

Una mañana, cuando pude comenzar a dar pequeños paseos por los alrededores del monasterio al cual me había retirado en espera de pasar mi convalecencia, me encontré con el estanque. No fue de buenas a primeras como di con él. Fue de una forma muy curiosa, muy casual. Recuerdo que estaba muy nublado, parecía a punto de llover, pero el aire, aunque fresco, era agradable. De pronto las nubes se rasgaron y a través de su resquicio un potente rayo de sol iluminó un lugar a lo lejos que refulgía como si de un espejo se tratase. Soy de naturalidad curiosa y no pude resistirme e ir a comprobar que era aquello que se estaba haciendo tan evidente frente a mí. Al llegar me quedé sin palabras, era un estanque repleto de unas solitarias y hermosas flores acuáticas de color rosa, formadas por abundantes pétalos de aspecto ceroso. Reposaban sobre un lecho de hojas circulares que flotaban sobre el agua, aunque no permanecían pegadas a ellas, sino que se erigían en un pequeño tallo que las hacía sobresalir. El agua que las acogía era el reflejo plateado que me había hecho acudir hasta allí. Todo el perímetro del estanque estaba recorrido por un banco que invitaba a tomar asiento y relajarse, y eso es lo que hice, ya que todavía me encontraba un poco debilitada por mi enfermedad. Entonces fue cuando mis maestras hicieron acto de presencia.

Al poco de haber tomado asiento una dulce energía rosada emergió del centro mismo de las solitarias corolas. Era, como si de sus pistilos amarillos, pequeñas flechas se clavaban directamente en mi corazón. Hasta él llegó un susurro adormecedor, las flores se estaban comunicando conmigo. Me estaban mostrando, como a pesar de tener sus raíces en una oscura ciénaga y sus hojas flotando en el agua, podía elevarse a las alturas. Al principio no comprendí lo que intentaba decirme, pero al cabo de unos segundos, como un estallido, se abrió la comprensión. El crecimiento espiritual era la similitud. La parte oscura y las emociones, también forman parte de la espiritualidad de la persona, que se eleva en busca de la luz y se abre receptiva a toda la sabiduría. En la búsqueda de la luz había apartado mi  parte oscura y había obviado mis sentimientos, volviéndome, en el proceso, una persona altiva, egocéntrica, soberbia, egoísta e intolerante. La sabía vibración que estaba movilizando mi interior me estaba haciendo consciente de mí misma, de mis propias carencias, de mi propio desequilibrio emocional y espiritual. Una energía de limpieza y purificación comenzó a recorrer mi cuerpo de arriba a bajo, conectándome con la tierra que yo había abandonado hacía tiempo con mis ínfulas espirituales. A pesar de que mi cuerpo estaba conectado a la fuerza de la tierra a través de mis pies, mi conciencia se elevó a un nivel superior, estaba preparada para reconocer todo aquello que se había distorsionado en mi interior, y me aportaba el coraje necesario para salir del agujero en el que me había caído, levantarme, analizar los daños causados y seguir hacia delante.

A partir de aquella mañana mi estado físico mejoró a pasos agigantados, ya que mi alma y mi corazón habían comenzado a cerrar heridas. Mi espíritu, que sabía mejor que nadie que pasos seguir, me ayudó a hacer el resto. En cuanto abandoné el monasterio, casi completamente restablecida, organicé un seminario al cual solicité, muy humildemente, que acudieran todos aquellos a los que en una y otra ocasión había ofendido, abusando de la fe que habían depositado en mí. Después de aquella visita al estanque, confieso que no me costó nada hacer aquel acto de constricción, mi ego estaba en el lugar donde le correspondía y un amor incondicional rebosaba por todos los poros de mi ser.

Ahora, sin soberbia y sin vanidad, me considero de nuevo una maestra espiritual. He aprendido que la verdadera maestría consiste en mostrar el camino y las herramientas que lo facilitan, sin empujar los pasos de nadie para recorrerlo, ni obligarle a empuñar las herramientas que se les muestra, porque cada cual es libre de hacerlo a su manera. También sé que el buen maestro es constructor de puentes pero no conduce hacia ellos, eso forma parte del bello descubrimiento de cada uno, y que cada cual ha de calzarse sus propios zapatos para cruzarlos. Y lo más importante de todo, un buen maestro ha de saber mostrar las cicatrices resultantes de todas las caídas que ha tenido a lo largo de sus propios descubrimientos.

Todos somos maestros y aprendices en el juego de la vida. Todos tenemos grandes conocimientos espirituales guardados en nuestro interior, es responsabilidad de cada cual sacarlos al exterior y compartirlos, nadie nos juzgará si no lo hacemos o lo hacemos mal, ya se encargará nuestro propio Yo Superior de encaminarnos en la dirección correcta.   

Lotus (Esencia de California)