GOLDEN EAR DROPS (California)
“La historia de un payaso”
Esta es la
historia de Chiquilín, el mejor payaso que conocí en mi vida, gracias a él
aprendí muchas cosas, pero la más importante de todas ellas, la de la
superación, la de volver a levantarse cuando uno cree que ya no vale la pena
hacerlo, la de que a pesar de todo lo malo que nos ha sucedido en el pasado,
podemos llegar a mirar hacia delante con esperanza. El me enseñó con su
historia “que por muy devastado que pueda llegar a quedar un lugar, siempre
habrá flores capaces de florecer en él”.
Conocí a
Chiquilín en el circo donde pasé mis primeros años de juventud, y más tarde, el
resto de mi vida. Había llegado a él huyendo de una familia, que de familia
solo tenía el nombre. Una familia capaz de maltratar, vilipendiar y humillar a
los propios seres de su misma sangre. Cuando tuve edad suficiente para escapar,
sin que la justicia me devolviera de nuevo al mismo lugar o que Asuntos Sociales
tomaran cartas en el asunto, cogí una mochila, y poca cosa más, y me puse en
camino hacia donde mis pies me llevasen. Tuve la suerte de que en él se cruzara
el circo de Chiquilín, porque allí conocí, por primera vez, a una familia auténtica,
una familia que se respetaba, protegía, ayudaba, y sobretodo, se amaba. Llegué
siendo un joven huraño y malhumorado, y acabé haciendo reír a todo el mundo. Y
todo se lo debo a él, al padre del corazón que nunca tuve, lástima que no
hubiera sido el biológico también, pero quizás, si no hubiera sido por mi
pasado, nunca hubiera podido llegar a ser la gran persona y el gran payaso que
después fui.
Comencé a
trabajar en el circo después de que Chiquilín me pillara robando la comida de
los chimpancés. Organizaron tal escándalo cuando me vieron llevarme sus
manzanas y sus plátanos que no pude escapar de allí sin que me descubrieran.
Tal vez, sino hubiera sido por el instinto de supervivencia, no me habrían
descubierto, pero llevaba varios días oculto en los bajos de una de las jaulas,
y el hambre pudo conmigo después de dos días sin probar bocado. Nunca imaginé
que unos animales tan simpáticos se pusieran tan furiosos conmigo. Cuando
intentaba huir con mi improvisado botín, Chiquilín me cortó el paso. A pesar de
toda mi bravuconería me quedé paralizado con manzanas y plátanos que se
resbalaban de mis manos. Con suma tranquilidad, y sin apartar su mirada de mis
ojos, acabó por tirar al suelo los que aún no lo habían hecho, y cogiéndome por
los hombros me empujó con suavidad hacia su caravana. Se me pasó por la cabeza
darle un mal golpe y salir corriendo, convencido de que me iba a denunciar y
acabar en prisión, un lugar al que no quería volver. Pero algo en él me
contuvo, y lo seguí con la cabeza gacha. Chiquilín me sentó a su mesa y me
dijo, que ya que tenía hambre debía comer como una persona y no como un animal.
No me podía creer lo que estaba sucediendo, ante mi aparecieron los más ricos
manjares, algunos de ellos solo podría haberlos comido en sueños: pan, leche,
queso, mantequilla, mermelada, fruta… al principio comí con avidez, como si de
no hacerlo así fueran a esfumarse de la mesa, después, cuando me convencí de
que eso no iba a suceder, y de que además, él no dejara de repetirme que
comiera tranquilo que no había prisa, comencé a saborearlos, nunca imaginé que
pudieran ser tan deliciosos. Cuando el hambre y la sed fueron saciadas por
completo, pensé nuevamente en salir huyendo, creyendo que sería el momento en
el que vendrían a por mí, pero nuevamente algo me detuvo: su sonrisa. Nunca
había visto una igual, su calidez y su sinceridad derrumbaron cualquier
resistencia por mi parte.
Así fue, como
después de aquella opípara comida, Chiquilín me ofreció trabajar en el circo a
cambio de alimento y alojamiento, por supuesto acepté al momento, aquel era tan
buen lugar como cualquier otro, y siempre tenía la opción de largarme de allí, al
caer la noche, si la cosa se ponía fea. No fue así, en el circo crecí y me hice
un hombre, y hasta llegue a formar una familia. Hoy soy el director del circo,
Chiquilín me lo dejó de herencia. Y yo hago honor al gran privilegio que me concedió.
Soy Chiquilítin, su sucesor.
Los primeros
tiempos fueron duros, yo no tenía ni idea de lo que era un circo. Mi primer
trabajo fue el de dar de comer a los animales, ya que había entrado allí para
quitarles la comida lo justo era que ahora me la ganará yo facilitándosela. La
mayoría de animales a los que tuve que alimentar era la primera vez que los
veía en mi vida, algunos eran agradecidos, pero a otros les tenía pánico.
Aquellos dientes y aquellas garras me ponían los pelos de punta, más tarde me
reí de mi mismo al recordar aquellos primeros días. Estaban tan bien
alimentados, tan bien cuidados, además de haber nacido todos en el circo, que
no había necesidad de que atacaran a
nadie. Es más, de los que primero me encariñé y ellos conmigo, fueron la pareja
de leones, me esperaban cada día, y cuando me veían venir, restregaban sus
cabezas contra los barrotes para que les acariciara y rascara tras las orejas,
eran como dos gatos gigantescos. Los chimpancés fueron otra historia, tardaron
mucho tiempo en olvidar que un día quise dejarlos sin su comida preferida.
Trabajaba en
el circo, pero a duras penas me relacionaba con nadie a parte de los animales.
Chiquilín, que aunque no lo pareciera estaba pendiente de todo, se dio cuenta
de mi falta de interacción con el resto de los integrantes del circo, y con
tacto para que yo no me diera cuenta, más tarde si que lo supe, me ascendió por
buen comportamiento. Pasé a ser el encargado de organizar y tener a punto todo
el vestuario de los artistas, de esa manera me veía obligado a tratar con todos
ellos. Hacía bien mi trabajo, hablaba con ellos, pero continuaba sin abrirme a
nadie. Cuando al finalizar la última actuación del día todos nos reuníamos para
celebrarlo, estaba allí, con ellos, pero apenas escuchaba lo que decían, mi
cuerpo estaba, mi alma no. Lo peor de aquellas reuniones era cuando se ponían a
recordar anécdotas de su niñez, reían con ellas y bromeaban, pero si alguien me
preguntaba a mi por alguna de las mías simplemente no respondía, aguardaban
unos instantes a que explicara algo pero al ver que yo seguía encerrado en mi
mutismo, alguien rompía la tensión gastando alguna broma, y el ambiente volvía
recuperarse. Lo cierto es que al principio lo hacia por pura cabezonería y
soberbia, pero después, tuve que reconocer ante mi mismo, que era porque mi
memoria no guardaba ningún recuerdo, ni bueno ni malo, de los días en que yo
había sido un renacuajo. Aquello comenzó a preocuparme en serio cuando ya había
adquirido suficiente confianza con todos como para intervenir en las reuniones,
pero seguía sin poder contarles nada de aquella época, mi mente tenía una
auténtica laguna ¿dónde habían ido a parar aquellos años?
Más o menos
por aquel entonces, uno de los payasos se lesionó al tropezar con uno de los
guardavientos de la carpa, tenía para algunos meses, se había roto la pierna
por varios sitios y además de una dolorosa operación tuvo que pasar por una
recuperación muy lenta. Cuando Chiquilín vino a ofrecerme aquel puesto me negué
rotundamente, una persona tan triste y callada como yo no podría divertir a
nadie y menos hacerlos reír, pero Chiquilín insistió en ello, dijo que los
mejores payasos eran aquellos que guardaban dolor en su corazón, lo miré con
escepticismo, yo no guardaba ni dolor ni nada en mi corazón. Pero él era el
director del circo y no podía olvidar que trabajaba a sus órdenes, así, que a
regañadientes, me pinté y me puse el traje de payaso. Debo confesar que todos
mis compañeros me apoyaron y animaron, diciendo que confiaban plenamente en mi
y que sabría hacerlo a la perfección. De esta manera fue, como por pura
casualidad, me vi trabajando en el número más importante de la actuación, nada
más y nada menos que junto al gran Chiquilín. Mucho tiempo más tarde averigüé
que mi incorporación a aquel papel no hubiera sido necesaria. Nuevamente
Chiquilín había hecho de las suyas.
El primer día
fue un desastre, estaba tan nervioso que me tropezaba constantemente con
aquellos enormes zapatones, pero al público pareció gustarle creyendo que formaba
parte de la actuación y aplaudieron a rabiar. En siguientes actuaciones me ceñí
más al guión porque estaba más tranquilo, entonces tenía tiempo de ver más de
cerca y con tranquilidad al público. Sin saber porqué, en medio de cada número,
las lágrimas me resbalaban sin previo aviso por las mejillas. Si alguien se
daba cuenta no lo decía, y los espectadores aplaudían creyendo que ese era el
papel que yo representaba.
Después de una
actuación especialmente llorosa para mi, me dirigí a al carromato muy enfadado
conmigo mismo, no me lo podía creer, yo llorando como una nenaza. Estaba tan
irritable que le di una mala contestación a uno de los compañeros que más me
habían ayudado, más tarde me sentí fatal por eso, pero en aquel momento me
desbravé con él. El pobre aguantó el chaparrón sin decir nada, ni entonces ni
después. Fui yo el que al día siguiente le pedí disculpas cabizbajo. Chiquilín, como era normal, no se había
perdido detalle de lo sucedido, y al cabo de un rato sentí unos ligeros golpes
en la puerta pidiendo permiso para entrar. Yo estaba tan fastidiado conmigo
mismo que apenas le miré a la cara, pero él, como siempre, y con voz pausada, no
me preguntó por el motivo de mis lágrimas, como hubiera sido lo normal, sino
que lo que hizo fue preguntar por el motivo de mi enfado. Me quedé descolocado,
le contesté que estaba enfadado porque me había dado rabia llorar en público, a
lo que él me preguntó, de si en el caso de llorar a solas, también me hubiera
sucedido lo mismo. Ahí si que me desarmó, después de pensarlo un poco tuve que
reconocer que sí, que también hubiera sentido rabia. Como el primer día que me
encontró robando la fruta de los chimpancés, clavó su mirada en la mía con
dulzura, las lágrimas volvieron a resbalar sin mi consentimiento, y yo las
aparte de un manotazo. Me preguntó si sabía de donde provenía aquella rabia y
aquellas lágrimas, y no supe que responderle. Entonces me sorprendió
levantándose y abrazándome, yo no estaba preparado para aquello y mis lágrimas
arreciaron. Menuda pinta debíamos hacer los dos en aquella situación vestidos
aún de payasos.
Al día
siguiente muy temprano, cuando aún el sol no había salido y tan solo insinuaba
sus colores por el horizonte, Chiquilín vino a buscarme y me rogó que lo
acompañara. Con los ojos aún pegados por el sueño e inflamados después de
la noche de llorera, lo seguí sin hacer
preguntas, por aquel entonces ya lo conocía lo suficiente como para saber que
su forma de comportarse siempre tenía una razón. El circo estaba asentado muy
cerca de la costa y hacía ella nos dirigimos. El lugar donde decidió que nos
sentáramos no tenía nada de particular, pero a él debió de parecerle todo lo
contrario, ya que después de observar hacia todos los lados con atención, fue
el que escogió.
Permanecimos
un buen rato en silencio observando la inminente salida del sol, con todos los
cambios de colores en el cielo. Debo reconocer, que aunque creía no tener
corazón, algo, en el lugar donde éste debería haber estado, se movilizó con
tanta belleza. Con la voz pausada que le caracterizaba comenzó a explicarme una
historia, más tarde supe que era la suya. Había nacido en un lugar remoto,
durante el estallido de una guerra, no importaba cual, en el seno de una
familia muy pobre donde no había sido bien recibido, pues ya había muchas bocas
por alimentar. Su madre era la que proporcionaba el sustento con su trabajo en
el campo, y su padre el que dilapidaba todo el dinero que pillaba en alcohol.
Cuando se emborrachaba se volvía muy violento, tanto con su madre como con sus
hermanos, él mismo había sido muchas veces el chivo expiatorio de su furia. Por
eso fue un alivio cuando vinieron a buscarlo para enrolarlo en el ejército.
Siendo apenas un niño había visto morir a la mayor parte de su familia una
noche especialmente virulenta de bombardeos. Su casa quedó arrasada, y si no
hubiera sido por la caridad de los vecinos, habría muerto de hambre y de frío
en las calles. Pero lo peor no había llegado aún, eso vino después, cuando el
pueblo fue invadido por las tropas enemigas, su jóvenes ojos vieron más
barbarie de lo que nadie hubiera podido soportar. El pueblo quedó completamente
arrasado, sin una sola casa en pie. Él pudo salir indemne gracias a haberse escondido en unas cuevas cercanas
de las que nadie era conocedor. Cuando regresó nuevamente al pueblo hubiera
deseado haber estado allí y haber muerto con los demás. Vagó durante días como
un fantasma por entre las ruinas y los cadáveres, removiendo entre los
escombros en busca de algo que llevarse a la boca. Tuvo la suerte de que a los
pocos días pasó por allí una patrulla militar que se apiadó de él. Fue
entregado a una familia que lo acogió como si de un hijo propio se hubiera
tratado. Pero los recuerdos de aquellos terribles días se habían borrado
completamente de su memoria, había quedado tan traumatizado que no pudo explicar
a aquella gente tan buena nada de lo que le había sucedido. Más tarde, cuando
la guerra hubo terminado, se dio cuenta con horror que tampoco recordaba nada
de su vida anterior. Ni de su casa, ni de su familia, ni de su pueblo. Se había
vuelto un joven duro que discutía con todo el mundo y con los puños siempre
dispuestos para pelear. Hasta que un día todo cambió, mientras el ganado que
tenía que cuidar pastaba, él se había estirado en la hierva a descansar, y algo
sucedió en aquel descanso, porque al despertar un torrente de lagrimas se
desataron en su interior, recordó muchas cosas de las que había olvidado,
comprendió otras, pero lo más importante de todo fue que el dolor y la rabia se
transformaron en deseos de salir hacia delante y luchar por construir un mundo
mejor, donde el llanto se pudiera transformar en risa. En la ofuscación con la
que había salido a pastorear no se había dado cuenta de hacia donde se había
dirigido, ni siquiera del sitio donde se había estirado a descansar, estaba en
el lugar donde antes había habido un pueblo, el suyo, aquel que había sido tan
salvajemente arrasado, y donde, sin saber cómo, habían crecido unas plantas
insignificantes pero preciosas. Había dormido rodeado de ellas. Su mente
archivó aquel dato, con la certeza de que ellas habían obrado un milagro. Su
corazón así lo decía.
Las últimas
palabras habían sido dichas con tanta suavidad que a duras penas pude
comprenderlas. Me sentía avergonzado después de haber escuchado todo aquello. ¿Cómo
podía yo derramar lágrimas sin sentido, y encima enfadarme por ello? No tenía
ningún derecho a hacerlo. Chiquilín, con toda su sabiduría, sabía exactamente
lo que en aquellos momentos estaba pasando por mi cabeza, y me sonrió con
indulgencia. Entonces me rogó que sin hacer preguntas me estirara allí mismo,
en contacto con la tierra, y que cerrara los ojos procurando ser consciente de
todo lo que me rodeaba. Sin entender de qué podía servir todo aquello, seguí al
pie de la letra lo que me había pedido, ¡cómo llevarle la contraria después de
todo lo que había escuchado! Las sensaciones no se hicieron esperar y a mi me
pillaron totalmente desprevenido.
Mi mente, que
hasta entonces había estado totalmente anestesiada, despertó de golpe como si
acabara de salir de un coma. Los recuerdos se fueron sucediendo en mi memoria,
las palizas, las humillaciones, el miedo, el dolor, la rabia. Mi padre
golpeando salvajemente a uno de mis hermanos y mi madre indiferente ante el
espectáculo. Interponiéndome para parar los golpes y dar tiempo a que mi
hermana pequeña pudiera salir corriendo, llorando de ira y de dolor, y mi padre golpeándome y gritando
que dejara de llorar porque los hombres no lloraban, cuando apenas era todavía
un niño. Después aquella escena se desdibujaba y aparecía otra bien distinta,
mis hermanos y yo corriendo seguidos de un pequeño cachorro, riendo y saltando,
sintiendo en mi pecho toda la felicidad que aquel momento de libertad me estaba
aportando. Otro recuerdo dulce guardado en mi memoria era el de mis hermanos
abrazados a mí y cantando una canción de navidad, sentía su calor, su olor, su
proximidad como si estuvieran en aquel preciso momento conmigo. De aquellos
momentos buenos había habido pocos en mi vida, pero intensos, todos relacionados
con mis hermanos y aquel perro. Qué habría sido de él. Era un buen perro y lo
quería mucho. Y de mis hermanos ¿dónde debían estar en aquellos momentos? Todos
desperdigados, como yo, por esos mundos de Dios. Por mi mente pasaron los
recuerdos dolorosos que habían estado encerrados en lo más profundo del
subconsciente, firmemente guardados para no sufrir al recordarlos. En el afán
de esconderlos, también había apartado los buenos momentos, aquellos que me habrían
ayudado a tirar hacia delante cuando el dolor era insoportable. Una parte de mi
vida se había quedado suspendida, en el olvido, pero me gustara o no, aquella
era mi vida. Todos los recuerdos, buenos y malos, formaban parte de mi, y no
podía obviarlos. Una firme determinación me atravesó como un rayo, si Chiquilín
había podido seguir adelante resurgiendo de la devastación de su vida, yo
también podía. No todo había sido una pesadilla, ahora tenía un buen lugar
donde vivir, gente que me había acogido como uno más y me quería, estaba
Chiquilín, y por encima de todo mi deseo de trasformar, como él, el dolor y el
sufrimiento en risa y alegría y hacerla llegar a los demás. Ahora comprendía
las lágrimas derramadas en mis actuaciones, mi corazón ansiaba reencontrar el
mismo amor que veía en aquellas familias que iban a vernos actuar y se reían
con nosotros, los payasos. Comprendía lo que un día me había dicho Chiquilín:
“El mejor payaso es aquel que tiene dolor en su corazón”, ahora sabía el
significado de esas palabras, porque solo aquel que ha pasado por una
experiencia dolorosa, y ha conseguido renacer de ella, es capaz de comprender
el corazón de los demás.
El calor del
sol me dio de lleno en los ojos y yo salí de mi adormecimiento, Chiquilín
estaba junto a mí, no se había apartado un solo instante. Sostenía, sin que yo
me hubiera percatado de ello, una de mis manos. Al incorporarme me di cuenta de
la cantidad de lágrimas que estaba derramando, pero esta vez esas lágrimas
estaban liberando mi pecho. La carga que durante tanto tiempo me lo había
oprimido, había desaparecido. Por primera vez en mucho tiempo me sentía ligero
y feliz. Ahora tenía una razón para levantarme y seguir adelante, había
recuperado mi vida, mis recuerdos. Los felices los atesoraría en mi interior
para recordarlos cuando fueran necesarios. Los otros, los dolorosos, serían el
estímulo que me harían seguir hacia delante siendo mejor persona que los demás
habían sido conmigo. Teniendo esa imagen de violencia muy presente para no
copiarla y repetirla en el futuro con nadie que estuviera junto a mí.
Rodeado por
todas partes crecían unas pequeñas flores de las que no me había dado cuenta al
llegar allí, tal vez eran unas flores parecidas a las que Chiquilín encontró en
aquel pueblo arrasado por la barbarie. Eran bonitas, de color dorado como el sol, parecían
lágrimas replegadas sobre sí mismas o tal vez un pequeño corazón doblado por
los lados mostrando su centro. Ambas cosas me recordaron a mí mismo, mis
lágrimas retenidas durante tanto tiempo y mi corazón roto deseando poder
recomponerse.
Chiquilín ya
no está entre nosotros, pero su presencia y sus recuerdos me acompañaran siempre
allí donde yo esté. El circo es la herencia material que me ha dejado, pero la
verdadera herencia es aquella que quedó gravada en mi corazón. Son sus
palabras, sus actos y su ejemplo la parte de esa herencia que más valoro. Ahora
soy yo el encargado de hacer reír en la pista del circo, junto a mi ha
comenzado a trabajar un chiquillo que nos ha ido siguiendo de pueblo en pueblo,
no habla mucho pero actúa bien, tal vez un día de estos me lo lleve a ver
amanecer.
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Maravillosaaaa!
ResponderEliminarMuchas gracias hermosa historia