miércoles, 27 de febrero de 2013

Homenaje al final de una vida

La vida tiene sus momentos propios de inflexión, aquellos que hacen que nos detengamos por un momento y recoloquemos de nuevo los cimientos en los que se basa nuestra vida. Las situaciones cotidianas, el día a día, las vivencias, las preocupaciones, los problemas... hacen que la construcción del edificio que vamos levantando a nuestro alrededor vaya desviándose de los planos originales que en su momento dibujamos y planificamos, y llega un punto en el cual comenzamos a olvidar el diseño original
¡Damos por hecho tantas cosas! tal vez porque nos hemos instalado en la zona de confort, que no por ello en la mejor zona para nosotros, que hemos acabado moviéndonos como autómatas, caminando, las más, corriendo, por esas dos líneas imaginarias en las que hemos basado nuestra vida, sin percibir lo que de importante se mueve a nuestro alrededor.
Ocurre, sin embargo, algo que moviliza esos cimientos que tan sólidamente las rutinas cotidianas han ido utilizando para construir nuestra vida diaria. Y un buen día, mientras tranquilamente en tu casa te estás tomando un café, viendo un programa de televisión, leyendo un libro, hablando por teléfono... alguien muere a la puerta de tu casa, un desgraciado accidente ocurre y una persona, como tu y como yo, una persona anónima hasta entonces, pero con una vida tras de sí como la que puedes tener tu mismo, bombea por última vez la sangre en su corazón y éste deja de latir. Cuando te encuentras cara a cara con este hecho inesperado, que se aleja totalmente de de lo que tu tenías planificado para esa tarde, y al salir del ascensor te topas de golpe con esa visión que retuerce tus entrañas, de esa vida que se ha escapado junto con la sangre derramada, es entonces cuando la vida misma te abofetea para que reacciones y te des cuenta de lo efímera que puede ser, y ves de golpe la fina línea que separa el ahora del mañana que ya no va a suceder.
Por un momento piensas en esa persona que salió por la mañana de su casa, y a la que no volverá a regresar, que se despidió o no de los suyos, y a los que ya no volverá a ver, con los que no habrá más abrazos ni más besos, con los que tal vez quedaron muchas cuestiones por resolver, muchas palabras por decir, muchos sentimientos por expresar... Es aquí, en este preciso instante, cuando eres espectador de este final inesperado de una vida, cuando te replanteas muchas cosas en la tuya propia. Cuando piensas en los tuyos y tienes ganas de abrazarlos, de besarlos, de decirles cuanto los quieres, de salvar esos pequeños desniveles que os separan, de reorganizar tus prioridades, y a pesar de lo problemática que se haya podido convertir tu vida diaria con todo los sucesos que te rodean, de poner esas prioridades en el lugar que les corresponde.
Esa misma madrugada, cuando el sueño se ve interrumpido por la visión que te asalta repentinamente de la vida que tan bruscamente se ha truncado hace apenas unas horas, abres los ojos y ves tu habitación iluminada por la luna más grande y brillante que hayas visto en mucho tiempo, tu pareja respira acompasadamente mecida por el sueño, en la habitación contigua escuchas la vida de tu hija que se agita entre las sábanas, sientes la conexión con tu otra hija que ya formó su propia familia y que descansa a salvo en su propia casa, es entonces cuando tu corazón te habla dulcemente con cada latido, y habla de amor. De AMOR en mayúsculas para volcar en los tuyos, en tu familia, en tus amigos, en ti misma y en el mundo entero. Porque ese amor es algo que la inflación,  la crisis, la corrupción, los despropósitos de un mundo que se está dando la vuelta y explosionando por todos lados para recomponerse, no pueden arrebatarte, porque nace de ti, de tu interior. Ni se compra ni se vende, ni cotiza en los mercados, y eres libre de regalarlo, de volcarlo en todo aquello tocas y que construyes.
Por la mañana, al despertar a un nuevo día, sientes ganas de beberte la vida a sorbitos, de saborearla, de paladearla, de observar a tu alrededor con una mirada diferente, de abrazar, de trasmitir desde el corazón el amor que sientes por todos y por todo lo que te rodea. Te despides de los tuyos cuando se van a sus ocupaciones diarias como si fuera la última vez que los vas a ver, y no con la desesperación de que eso pueda ocurrir o con la fijación enfermiza del miedo en tu interior de que pueda ser así, sino con la templanza de trasmitirles el amor que sientes por ellos, de ese amor que ni el tiempo ni el espacio pueden borrar de un plumazo, de que a pesar de las sorpresas que pueda deparar la vida de aquí en adelante, la vuestra está completa, el círculo está cerrado.
Creo que el mejor homenaje que puedo ofrecerle a esa persona desconocida que perdió la vida en el portal de mi casa, en un momento en el que yo continuaba respirando como si tal cosa, es el de apuntalar con fuerza los cimientos de la mía propia, cimientos amalgamados con los materiales del amor, de la plena conciencia del momento presente, de vivir la vida como si fuera el primer y el último día de ella, de disfrutar de la luna llena, de las salidas o puestas de sol, de la lluvia, de ver renacer con fuerza la naturaleza, de reír con las risas de un niño, de llorar con ternura, de sentir el pulso de la tierra a cada paso. 
La vida es el mejor regalo que se nos ofrece cuando nacemos, es el presente que debemos ir abriendo momento a momento. La vida es un tren que traquetea al ritmo que le marquemos. No queramos pasarla montados en un tren de alta velocidad, porque entonces no podremos disfrutar del paisaje que se abre ante nosotros. Si tanta prisa tenemos por llegar a ninguna parte nos perderemos el compartir el viaje con las personas que viajan con nosotros, y solo seremos conscientes de ellas cuando se apean  o nos apeamos en el anden que nos corresponde. 

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