No hay mejor maestro que los propios hijos, nos hacen doctorarnos en materias que nunca soñamos
Aunque parezca una incongruencia, nuestros mejores maestros en esto de ser padres son nuestros propios hijos. Ellos son el eslabón que nos une irremediablemente a la cadena generacional de nuestros propios padres, a la misma vez que se fusionan a la nuestra.
Con su llegada nos apuntamos a una asignatura de la vida de la cual nunca nos doctoramos porque siempre tenemos cosas nuevas que aprender. Ellos nos enseñan a ser pacientes y tolerantes, a ver y comprender desde diferentes puntos de vista, a reencontrarnos con aquel niño que un día fuimos y que olvidamos cuando las obligaciones pesaron más que los sueños, a hacer las paces con los padres que alguna vez no nos comprendieron, a volver a descubrir la magia de las pequeñas cosas y a reír por el simple hecho de reír. Pero el mayor aprendizaje que alcanzamos con ellos, y el que más nos cuesta asimilar, es el del amor incondicional.
Parece tarea fácil cuando los tenemos por primera vez en nuestros brazos, despiertan nuestras emociones más puras: ternura, alegría, felicidad... pero al poco nos damos cuenta que éstas también van acompañadas, de miedo, preocupación, desvelos, responsabilidad, protección... Son tan indefensos que dependen de nosotros para sobrevivir, y nos metemos tanto en el papel que nos toca representar en esos momentos, que no nos damos cuenta de que nuestros hijos van creciendo y con ellos su independencia, su afirmación como personas individuales, su carácter, su personalidad.
El bebé indefenso se ha convertido en un niño que necesita experimentar, aprender donde están sus límites, descubrir sus posibilidades, investigar sus alternativas, y ahí es cuando comienza la parte fuerte de nuestra asignatura. Como padres deseamos un hijo perfecto y obediente, y en la mayoría de ocasiones nos topamos con un niño rebelde y de carácter, y nuestro primer suspenso viene cuando intentamos poner condiciones al amor que en un principio era sin condiciones: "Si te portas bien te querré, si eres bueno te daré un premio, si comes te daré un helado, si duermes te leeré un cuento, si no lloras te compraré un juguete, si te estás quieto te pondré la tele..." Acostumbramos al niño al chantaje emocional, y éste no tardará en devolvernos la misma moneda. Acabamos de crear un trueque entre el amor y las cosas materiales que se pueden obtener a cambio.
Sin darnos cuenta hemos comenzado a sustituir el razonamiento comprensivo y las normas educativas en un juego de poder del que nuestros hijos no son ajenos, y que emplearan tantas veces como sea necesario para obtener todo aquello que desean, mientras ponen ante nosotros la disyuntiva de que nos demos cuenta de que no vamos por el camino más adecuado. Las cosas materiales comienzan a sustituir el juego y el tiempo que les dedicamos, bien sea por comodidad, por el trabajo o porque no sabemos que hacer con ellos, y eso crea, sin que nos demos cuenta, una brecha de incomprensión, que ellos tomarán como de abandono.
Lo que reclaman nuestros hijos con su rebeldía es a nosotros mismos, nuestra paciencia y comprensión, nuestra atención y dedicación, unas reglas de juego que les guíe y les aporte seguridad, en resumidas cuentas, el amor incondicional que les ofrecimos cuando nacieron, el que cuida sin sofocar, el que enseña sin doblegar, el que se ofrece por el puro placer de regalar, el que nace del corazón y no de la obligación, el que sienta los cimientos de lo que serán los hombres y mujeres del mañana, y el que nos dice que son lo más importante de nuestra vida porque la suya está en nuestras manos.
Nuestros hijos son los maestros que se ofrecieron para ayudarnos a comprender todo eso, y no cejarán en su empeño de que aprendamos muy bien la lección. Nos pondrán al límite hasta que comprendamos lo que es el amor verdadero, serán nuestros propios espejos que reflejaran todo aquello que nosotros no queremos ver y que debemos con urgencia trasformar.
Hay una línea muy fina que nos separa a los padres de los hijos, traspasarla es más fácil de lo que parece y cuando lo hacemos los papeles se intercambian, es entonces cuando los hijos asumen el mando de lo que debería ser un recorrido compartido donde los padres guíen de la mano. Nuestro deber como padres, y el que deberíamos asumir antes del nacimiento de nuestros hijos, es el de acompañar su crecimiento con firmeza pero con ternura, dándoles unas bases y valores como personas donde sustentarse, enseñándoles que pueden equivocarse sin frustrarse, y pedir perdón y disculparse cuando sea necesario, que avanzar por la vida no es sinónimo de pisar a nadie, respetar y respetarse, de que forman parte del todo porque ellos son el Todo, de amar por encima de todas las cosas porque esa es la clave que les hará ser la persona de la que ellos mismos se sentirán orgullosos.
Pero a nuestros hijos no les valen los engaños o los sucedanios, necesitan ver esos valores en nosotros mismos, en nuestros hechos, en nuestra forma de vivir la vida, si no solamente se quedarán en huecas palabras que se llevará el viento, y entonces serán el reflejo de nuestra propia caricatura para que nos demos cuenta y reaccionemos.
No podemos exigir aquello que no hemos sabido dar nosotros primero. Nuestros hijos lo saben, y lucharán para que nos demos cuenta y rectifiquemos, son nuestros mejores maestros. Contra antes lo hagamos, antes les daremos la libertad para poder ser ellos mismos, para dejar de ser maestros y convertirse en los alumnos que aprenden con el ejemplo del amor sin condiciones que les regalamos.
Con su llegada nos apuntamos a una asignatura de la vida de la cual nunca nos doctoramos porque siempre tenemos cosas nuevas que aprender. Ellos nos enseñan a ser pacientes y tolerantes, a ver y comprender desde diferentes puntos de vista, a reencontrarnos con aquel niño que un día fuimos y que olvidamos cuando las obligaciones pesaron más que los sueños, a hacer las paces con los padres que alguna vez no nos comprendieron, a volver a descubrir la magia de las pequeñas cosas y a reír por el simple hecho de reír. Pero el mayor aprendizaje que alcanzamos con ellos, y el que más nos cuesta asimilar, es el del amor incondicional.
Parece tarea fácil cuando los tenemos por primera vez en nuestros brazos, despiertan nuestras emociones más puras: ternura, alegría, felicidad... pero al poco nos damos cuenta que éstas también van acompañadas, de miedo, preocupación, desvelos, responsabilidad, protección... Son tan indefensos que dependen de nosotros para sobrevivir, y nos metemos tanto en el papel que nos toca representar en esos momentos, que no nos damos cuenta de que nuestros hijos van creciendo y con ellos su independencia, su afirmación como personas individuales, su carácter, su personalidad.
El bebé indefenso se ha convertido en un niño que necesita experimentar, aprender donde están sus límites, descubrir sus posibilidades, investigar sus alternativas, y ahí es cuando comienza la parte fuerte de nuestra asignatura. Como padres deseamos un hijo perfecto y obediente, y en la mayoría de ocasiones nos topamos con un niño rebelde y de carácter, y nuestro primer suspenso viene cuando intentamos poner condiciones al amor que en un principio era sin condiciones: "Si te portas bien te querré, si eres bueno te daré un premio, si comes te daré un helado, si duermes te leeré un cuento, si no lloras te compraré un juguete, si te estás quieto te pondré la tele..." Acostumbramos al niño al chantaje emocional, y éste no tardará en devolvernos la misma moneda. Acabamos de crear un trueque entre el amor y las cosas materiales que se pueden obtener a cambio.
Sin darnos cuenta hemos comenzado a sustituir el razonamiento comprensivo y las normas educativas en un juego de poder del que nuestros hijos no son ajenos, y que emplearan tantas veces como sea necesario para obtener todo aquello que desean, mientras ponen ante nosotros la disyuntiva de que nos demos cuenta de que no vamos por el camino más adecuado. Las cosas materiales comienzan a sustituir el juego y el tiempo que les dedicamos, bien sea por comodidad, por el trabajo o porque no sabemos que hacer con ellos, y eso crea, sin que nos demos cuenta, una brecha de incomprensión, que ellos tomarán como de abandono.
Lo que reclaman nuestros hijos con su rebeldía es a nosotros mismos, nuestra paciencia y comprensión, nuestra atención y dedicación, unas reglas de juego que les guíe y les aporte seguridad, en resumidas cuentas, el amor incondicional que les ofrecimos cuando nacieron, el que cuida sin sofocar, el que enseña sin doblegar, el que se ofrece por el puro placer de regalar, el que nace del corazón y no de la obligación, el que sienta los cimientos de lo que serán los hombres y mujeres del mañana, y el que nos dice que son lo más importante de nuestra vida porque la suya está en nuestras manos.
Nuestros hijos son los maestros que se ofrecieron para ayudarnos a comprender todo eso, y no cejarán en su empeño de que aprendamos muy bien la lección. Nos pondrán al límite hasta que comprendamos lo que es el amor verdadero, serán nuestros propios espejos que reflejaran todo aquello que nosotros no queremos ver y que debemos con urgencia trasformar.
Hay una línea muy fina que nos separa a los padres de los hijos, traspasarla es más fácil de lo que parece y cuando lo hacemos los papeles se intercambian, es entonces cuando los hijos asumen el mando de lo que debería ser un recorrido compartido donde los padres guíen de la mano. Nuestro deber como padres, y el que deberíamos asumir antes del nacimiento de nuestros hijos, es el de acompañar su crecimiento con firmeza pero con ternura, dándoles unas bases y valores como personas donde sustentarse, enseñándoles que pueden equivocarse sin frustrarse, y pedir perdón y disculparse cuando sea necesario, que avanzar por la vida no es sinónimo de pisar a nadie, respetar y respetarse, de que forman parte del todo porque ellos son el Todo, de amar por encima de todas las cosas porque esa es la clave que les hará ser la persona de la que ellos mismos se sentirán orgullosos.
Pero a nuestros hijos no les valen los engaños o los sucedanios, necesitan ver esos valores en nosotros mismos, en nuestros hechos, en nuestra forma de vivir la vida, si no solamente se quedarán en huecas palabras que se llevará el viento, y entonces serán el reflejo de nuestra propia caricatura para que nos demos cuenta y reaccionemos.
No podemos exigir aquello que no hemos sabido dar nosotros primero. Nuestros hijos lo saben, y lucharán para que nos demos cuenta y rectifiquemos, son nuestros mejores maestros. Contra antes lo hagamos, antes les daremos la libertad para poder ser ellos mismos, para dejar de ser maestros y convertirse en los alumnos que aprenden con el ejemplo del amor sin condiciones que les regalamos.
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