La flexibilidad y la disposición a liberarme me ayudan a volverme más pacífico, más creador, más poderoso y más lleno de amor
La mayor parte de nuestro cuerpo está formada por agua, y sin embargo, cómo nos cuesta fluir. Nos volvemos inamovibles como rocas, nos endurecemos y no nos permitimos adaptarnos a las situaciones que nos tocan vivir, cuando todo en la Naturaleza, hasta las más altas montañas, están en constante movimiento y evolución, aunque seamos incapaces de darnos cuenta. Vamos acumulando a nuestras espaldas los desaires, las palabras que nos hirieron, las caricias que no nos dieron, los actos que nos hicieron daño... y no es de extrañar que con ese peso sobre nosotros nos hundamos más y más en el lodo que formamos a nuestro alrededor, sin posibilidad de avanzar o de dar un solo paso en otra dirección.
Cuando nos volvemos más flexibles con nuestras circunstancias podemos deshacernos poco a poco de las cargas que nos oprimen, y dejamos ir la amargura que envuelve nuestro corazón como una tela de araña, es entonces cuando el amor puede colarse por entre sus rendijas y liberarlo de la cárcel que lo oprimía.
Nos vemos poderosos cuando nos elevamos sobre la montaña de la inmundicia que creemos que los demás han volcado sobre nosotros, nos vemos vencedores y dispuestos a aplastar con el mismo peso que lanzaron sobre nosotros, cuando en realidad eso no es poder, es miedo a salir dañado. El verdadero poder lo conseguimos cuando somos capaces de dar un paso hacia delante y transformar las inmundicias en el abono que hará más fértiles las experiencias vividas.
Debemos permitirnos vivir los sentimientos y fluir con ellos, solo así podremos sortear los obstáculos del camino y seguir hacia delante. Seamos como el agua que no deja nunca de fluir, sortea piedras y obstáculos hasta llegar a su destino, si se la contiene desata su fuerza y arrasa, pero si se la deja seguir su cauce, es dulce y delicada. Sigamos el ejemplo de este gran maestro, al fin y al cabo ¿no somos nosotros también agua?
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